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martes, 22 de diciembre de 2009

Bravura bajo las riendas


Muchas de mis locuras, a lo largo de mi vida, se deben a una de mis máximas preferidas: Nunca digas nunca, mientras no te juegues el pellejo. Gracias a ello, he subido montañas y me he asomado a precipicios, he metido un Renault-5 donde no llegaría un Land Rover y recientemente he aprendido a hacer velas, entre otras cosas.

El pasado sábado puedo añadir otra experiencia más a mi lista y es que presencié por primera vez un concurso de hípica, gracias a unos buenos amigos que me invitaron y a los que les dije: "No tengo ni idea de equitación, pero ¿por qué no?".
Así fue como llegué al recinto de Casas Novas, una pequeña curiosa entre la jet de la jet, y lo que más me llamó la atención no fueron los famosos.
Había visto caballos, desde luego, pero nunca como los de allí. No es lo mismo ver un animal en una finca o por televisión, que abrirle paso a una bestia de más de metro y medio de altura, con las crines trenzadas y echando espuma por la boca, justo después de haber saltado las vallas.

Trotaba muy cerca de mí, en el pasillo enjaulado que lo llevaba desde la zona deportiva hasta la nave de calentamiento, para relajarlo. Sobre él iba el jinete, palmeándole el lomo.
Me quedé paralizada mirándolo, entre el miedo a que se encabritara en cualquier momento y la tontuna que te genera ver tanta belleza junta en un ser vivo. Le brillaba la piel, marcándole todos sus músculos y el frío de la noche hacía que salieran vaharadas de humo de su hocico.
Los había de todos los colores, negros como el azabache, blancos como el jazmín, castaños, grises, moteados, cada cual más bonito.

Fue increíble verlos saltar. Estuve como en los toros, detrás de la barrera, escuchando el sonido del galope contra la arena, vibraba el suelo. El silencio en la sala era sepulcral. Tucutún, tucutún, tucutún. Cada vez más rápido. "No va a poder", pensabas, "No ha cogido suficiente velocidad como para pasar semejante obstáculo", y entonces, el animal despegaba, arqueando por completo su cuerpo hasta lo imposible, levantando las patas traseras en el aire a centímetros del palo, como cualquier saltador de pértiga, pero con una diferencia de más de treinta kilos de peso.
Algunos no lo conseguían y después de haber cometido un fallo, veías cómo se venían abajo y los errores se sucedían hasta la eliminación. O todo lo contrario, sacaban las fuerzas de donde fuese para hacer el más difícil todavía, cuando el jockey ya había dado todo por perdido.


Otros, se mostraban caprichosos y se negaban rotundamente a saltar en el último momento, frenando ante los setos, a pesar del castigo que les infligía su dueño. ¿Por qué? Porque no, porque no era su noche y punto, que vayan a reventar a otro.

No pude más que admirarlos, por todo, y concluí que realmente era una de las razas más hermosas de la Tierra.

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