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lunes, 18 de enero de 2010

El cofre del tesoro 1

Empecé a coleccionar cromos cuando mi madre apareció un día en mi habitación con un álbum. Lo había comprado en el kiosco y pensó que me gustaría. También me trajo con él cinco sobres de postalillas.

- Para que lo estrenes -me dijo.

No sé cuántos años tendría, ni de qué era la colección, pero pronto pasó a ocupar el primer lugar de mi lista de aficiones. Me encantaba abrir los paquetes, que tenían un olor envolvente, como de cola y papel recién impreso, y sorprenderme con lo que podría encontrar dentro. Después iba mirando los números y colocando las pegatinas, intentando encajarlas en su recuadro, aunque el pulso fallaba la mayoría de las veces.
Por supuesto, llegaba un momento en que te faltaban 10 postalillas para terminar la serie y nunca aparecían, a pesar de invertir horas de tu tiempo intercambiándolas con amigos: sipi, nopi, sipi, sipi, sipi...
Acababas por mandar una petición por correo a Panini, la editorial que se dedicaba a estas cosas, para que por favor te enviara aquellas pegatinas imposibles, aunque hubiese que pagarlas en sellos.
Así conseguí completar las series de Batman, Mi Pequeño Pony, Animales de Adena, Candy Candy, Gardfiel, la Pantera rosa, Mafalda...

Pero fui creciendo y  los cromos dejaron de motivarme. Una vez que llenabas el libro, lo repasabas página por página, satisfecho de verlo sin huecos libres y después volvía rápidamente a la estantería. El juego se había acabado. Entonces, un día, una amiga me regaló una caja. Iba a clases de manualidades y había pintado un cofrecillo de madera. Tenía tantas cosas en su habitación que no sabía dónde meterlo y me lo dio a mí.

- Es muy bonita -le dije- Gracias.
- Puedes usarla para meter en ellas tus cosas especiales -me aconsejó.
- ¿Cosas especiales?
Era una caja muy pequeña y no me imaginaba qué podía caber en ella.
- Sí, ya sabes. Pendientes, anillos, pulseras...
- ¡Ah, claro!, como un joyero.
- Sí, por ejemplo.
Mi amiga se despidió de mí y yo me quedé con aquello entre las manos. Tenía unos diez años y las únicas joyas que llevaba encima eran unos minúsculos pendientes de oro, que no me sacaba nunca y la medallita de la comunión.
No, la caja tenía que servir para algo diferente, así que la escondí en un lugar secreto de mi armario y esperé.

Pasados unos meses nació mi hermano.
Había sido durante tanto tiempo hija única, teniendo que inventarme juegos para no sentirme sola, que fue uno de los acontecimientos más importantes de mi vida. Después descubrí que la convivencia era algo complicado y que siempre habría un abismo entre su mentalidad y la mía. Nunca podríamos ser colegas.

 Yo era la mayor y tenía que cuidar de él, además de enseñarle absolutamente todo. Cosas tan cruciales como que tres banquetas dadas la vuelta eran un tren y una toalla puesta con pinzas entre la cama y una silla, una tienda de campaña.
A dónde iba a ir así... con un pequeño monstruito cuyo deporte era derrumbar mis preciadas construcciones, mientras balbuceaba cosas ininteligibles.

Lo veía explicarse todo serio ante mí, tras una de esas catástrofes, levantando las cejas con sus mofletes encendidos y sus tirabuzones castaños moviéndose como muelles. Intenté aguantarme, porque estaba furiosa, pero él parecía tan seguro de sí mismo, exigiendo la razón, que ya no pude más y se me escapó una carcajada, así que él, sin entender nada, empezó a reírse también. Acabamos los dos por los suelos de la forma más tonta, como si hubiesen echado gas de la risa en la habitación.

Desde luego, mi hermano no era como yo esperaba, pero supe que nunca podría dejar de quererle. También entendí que el tiempo pasaba muy rápido y que, pese a su manía de destrozar todo lo que yo creaba, echaría de menos su carita de ángel, los correteos detrás de mí para intentar imitarme y, sobre todo, sus cabreos de persona mayor.


Ese día, lo convencí para que me dejara cortar uno de sus pequeños loopings de pelo y lo guardé en una cajita vacía y transparente de abalorios.

- ¿Poqué? -me preguntó, con sus escasas palabras.
- Porque es muy bonito -le contesté mientras buscaba el cofre de madera de mi armario- Será nuestro tesoro.
Él se quedó muy quieto observando mientras yo volvía a poner todo en su sitio, como si fuera un ritual sagrado. Después, tardó dos segundos en salir corriendo directo hacia mis preciados Pin y Pon.

-Ayy...! -suspiraba mientras comtemplaba el saqueo desde la distancia.

En realidad, ya no me importaba tanto, porque ahora sabía con qué llenar la caja.

2 comentarios:

  1. Yo sólo tuve uno de plantas y animales... y he de decir que conseguí completarlo solita. Ese día fue grande, jajaja

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  2. Eu fixera un de camións e outro de futbol....jejeje, cómo o pasaba naqueles tempos

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