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domingo, 6 de febrero de 2011

Cuando nos presentan a alguien...


...normalmente, encajamos a esa persona en un cuadro, teniendo en cuenta su apariencia física, su forma de vestir, su voz, sus gestos…

Nos puede caer bien o no. Eso es inmediato e inevitable y forma parte de nuestro instinto de supervivencia, el que nos dice quién es amigo o enemigo.
Sin embargo, nuestra parte racional, nos indica que las apariencias engañan, pero la mayoría de las veces no lo tenemos en cuenta.

Hace mucho tiempo que decidí dejar de lado al instinto, porque en más de una ocasión pude comprobar que se equivocaba. Siempre me llevo una primera impresión de aquel al que conozco, pero hago un esfuerzo muy grande por dejar que pase el tiempo y que los hechos me digan quién es de verdad, antes de actuar.

Gracias a eso, he hecho grandes descubrimientos y en lugar de minimizar a alguien con prejuicios, he encontrado riquezas en los demás que me han dado alegrías o todo lo contrario, desilusiones que me han llevado a poner distancia a las falsas amistades.

Una vez tuve que trabajar con un hombre que estaba a punto de jubilarse, yo tenía 27 años, llevaba cuatro en la oficina y nunca había oído hablar bien de él. Tampoco lo había visto sonreír en todo el tiempo que llevaba allí. Decían que era tosco, egoísta y arisco, que tenía muy mal humor y que era insoportable ser su compañero. Había una persona que pidió literalmente que la cambiaran de sitio para no compartir mesa con él.
Yo sólo había intercambiado cuatro frases en alguna ocasión y sus  respuestas habían sido cortantes, así que estaba a la defensiva cuando él aterrizó a mi lado.
Creo que pasó medio mes, hasta que un día me dirigió la palabra:

-         ¿Sabes que es esto? -me preguntó enseñándome una foto antigua. Él hacía las efemérides del periódico donde trabajaba.
-         No, ¿es Coruña? ¿Dónde es?
-         Es el Campo de la leña. La zona se llama así porque antes la gente acumulaba allí grandes pilas de madera para venderla, como puedes ver en la foto, cuando por entonces las casas se calentaban con chimenea. Ahora ya no tiene nada que ver, sólo le ha quedado el nombre.
-         ¡Vaya! Qué bonito, no lo sabía.
-         Porque eres muy joven –respondió alegre. Era la primera vez que lo veía así- pero han cambiado muchas cosas en esta ciudad. ¿Viste alguna vez los periódicos antiguos?
-         Vi un número que está enmarcado en el pasillo, pero los demás dicen que están en la biblioteca pública, no los tienen en el archivo.
-         Sí, pero yo los traigo de allí. Ven, mira.

Abriendo libracos más grandes que los tomos de una enciclopedia, le fuimos sacando polvo a las noticias de principios del siglo XX, en las que cada frase era impresa letra a letra, con una linotipia. Yo contaba las vivencias de mis padres y mis abuelos y él les ponía fotografías. El pasado volvía como por arte de magia.

Desde entonces, fuimos muy amigos y hablamos más de una vez del periodismo, del gran periodismo, cuando había tiempo para investigar y las palabras eran algo más que garabatos. Él había vivido esa época con pasión y la transmitía muy bien. Desde luego, era un hombre inteligente y sabía dónde estaban las buenas noticias y cómo conseguirlas.
Me sorprendió que alguien así, estuviera abandonado en el archivo y recordé todos los chismes que había escuchado de él.
Es cierto que tenía carácter y era cabezota, pero decía grandes verdades a las que nadie daba valor. Quizá el problema fuese que en esta profesión hay mucho ego y algunos no llevan bien las críticas. Pero en mi caso, aprendí más de él, que con otros.
Era exigente, pero muy buen profesor y me trataba como si fuese su nieta.
Silenciado y arrinconado durante años, entendí su amargura y su mal humor. Sólo quería que alguien le escuchara, por suerte, fui yo.

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